Confinados en el zoo
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La pandemia, el brote mundial del maldito coronavirus, nos hizo experimentar la reclusión y el aislamiento.
La declaración del estado de alarma, en marzo de 2020, nos obligó a quedarnos encerrados en casa, se sucedieron las medidas movilidad limitada, distanciamiento social y restricciones que coartaron nuestras libertades. Nos quitaron el poder sobre nuestras vidas, quedamos en suspenso, con miles de interrogantes sobre nuestro futuro. Nos invadieron sentimientos de angustia, ansiedad y desesperación, llegando hasta el hartazgo de todo esto. Un año más tarde, la ilusión de poder recuperar la libertad perdida y la esperanza de que todo vuelva a la normalidad nos permite seguir adelante.
Todo ese contexto suena parecido al de la vida en el zoo. Es de suponer que los animales encerrados experimentan sentimientos similares, aunque resignados a su inevitable destino de confinamiento eterno.
Se podría debatir sobre los propósitos científicos, educativos y de preservación de los zoológicos y, sin duda, surgirían muchos argumentos a favor y en contra. En definitiva, el ser humano encierra animales para protegerlos de los peligros a los que los somete el propio ser humano: aumento demográfico, impacto medioambiental, destrucción de sus hábitats, la caza furtiva.
Me fascinan los animales y poder verlos de cerca es una experiencia única, pero ¿cuál es el precio? Es difícil creer que los animales puedan ser felices encerrados en un zoo. El modelo actual ha quedado obsoleto y resulta totalmente antihumano. Fuera de su medio y su forma de vida natural, los animales tienen que estar hastiados, tanto como nosotros, de vivir confinados, con sus capacidades suprimidas, condenados a estar privados de su libertad.
Fotografías con película Ilford HP5 plus
Zoo de Madrid, abril de 2021.
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